Por Gustavo Fernández, hay que empezar a reescribir los libros del deporte argentino, sea en la condición en que se lo practique. El cordobés de 25 años es, en esencia, un extraterrestre dominando una raqueta y una pelotita sobre una silla de ruedas. Un ser sobrenatural que enfrenta cada acción con tal prestancia que hoy, nadie es mejor que él en los Grand Slam de tenis ni en el ranking mundial.
Desde 2013, el diccionario Santillana hace referencia al vocablo “inmessionante”. Un adjetivo que revolucionó al mundo del fútbol, calificativo destinado para Lionel Messi, el mejor jugador del mundo. Se refiere a la manera de jugar del “Diez”, a su capacidad ilimitada de autosuperación. ¿Habría que pensar ahora en un término que haga honor con lo que hace, consigue y representa “Lobito” Fernández para sus pares y para la sociedad toda?
Lo de “Lio” es, para muchos, una cierta forma de arte. Y, a tal efecto, le destinaron cientos de adjetivos. Cubista, futurista, homérico, mastodóntico. Lo de “Gusti” quizás no sea arte. Pero lo representa. Hay en él también un inquebrantable espíritu de superación, ese que afloró ayer cuando jugaba su tercera final consecutiva en Wimbledon y ya había perdido el primer set con el japonés Shingo Kunieda. “No estaba jugando mal, pero no le estaba pegando firme, él jugó mejor el primer set. Pero ya al final del parcial cambié y empecé a utilizar mi revés para lastimar y, a partir de ahí, vino el resto”, explicó el cordobés, antes de darle forma final al 4-6, 6-3 y 6-2 que lo puso por vez primera en lo más alto del torneo más emblemático del tenis mundial.
Los números del nacido en Río Tercero el 20 de enero de 1994 asombran. Ganó en singles en Roland Garros en 2016 y 2019 y el Abierto de Australia en 2017 y en 2019. También festejó en dobles en Wimbledon, en 2015. Pero además jugó otras seis finales de Grand Slam en singles, y otras cinco en dobles. Colosal.
Hay que verlo a Fernández en la cancha. Lo suyo es puro corazón, desde un talento innegable. Le tiran una pelota angulada y pareciera que no llega. Pero sí lo hace, y cómo: devuelve con su poderosa derecha bolas preciosas, inalcanzables para su rival de turno. Le pasó al japonés Kunieda, que ayer se vio desbordado. Pero también saca diferencias con el servicio y con su ritmo frenético. Y eso que su rival no es un novato: con 35 años, ganó nueve veces en Australia, siete en Roland Garros y seis en Nueva York. De locos.
Comparando estadísticas del tenis en general, “Gusty” se convirtió en el tenista argentino con más títulos de Grand Slam; lo sigue Guillermo Vilas con cuatro. Con su triunfo volverá a lo más alto del ranking por tercera vez en su carrera: ya lo fue en 2017 y en 2018.
El tenista fanático de Game of Thrones, ese al que Rafael Nadal le firmó el prólogo de tu biografía, por quien Novak Djokovic supo parar un entrenamiento sorprendido por tu juego, dejó de ser hace mucho tiempo un tímido e ignoto deportista. Desde que cuando al año y medio de vida sufrió un infarto medular, nunca dejó de buscar respuestas antes las preguntas de la vida. Y lo hizo con el tenis, desde los seis años. Transformado en un referente, ningún obstáculo pudo con él. Un supernatural que en Wimbledon se sumió en la más “absoluta locura” por su triunfo. Y que, tal como corresponde a su estirpe de campeón, ya está por estas horas diagramando cuál será su próxima meta: ganar el US Open y adjudicarse el Grand Slam de la temporada. Cosa de grandes.